Derrotado José Artigas en 1820, las fuerzas luso-brasileñas bajo el mando de Carlos Lecor extendieron su dominio desde Río Grande hasta el Plata. Los principales jefes artiguistas se habían dispersado: unos estaban presos en Isla das Cobras, otros prófugos, algunos sumados a las luchas y facciones que continuaban enfrentando a las Provincias Unidas y varios incorporados al propio ejército de Lecor.
La derrota, aparentemente total, no mató el sentimiento localista oriental. En 1823 hubo un primer intento de rebelión. Fue breve y coronado por el fracaso, pero ya era un claro indicio de lo que vendría. Los ingleses sentenciaron: desean unirse a las Provincias Unidas porque buscan liberarse de los lusitanos, pero luego se levantarán también contra ellos. El poderoso imperio vio que era mejor que no pertenecieran a nadie, que mediara entre dos grandes bloques territoriales como Brasil y las provincias argentinas, que fuera el algodón entre cristales, la llave de la cuenca del Plata. No se opuso cuando un grupo de hombres, a cuya cabeza estaba Juan Antonio Lavalleja, organizó en 1825 un nuevo levantamiento armado contra el gobierno de Lecor
Al igual que en 1811, el levantamiento de 1825 se preparó en territorio argentino e ingresó por el litoral con el objetivo de dominar la campaña para luego acorralar a Montevideo, sede del gobierno. Cruzaron el río en lanchones bajo una orden estricta: permanecer callados y remar con fuerza para sortear la cercanía de los cruceros brasileños que vigilaban el río.
Hicieron pie en la playa de la Agraciada. Los lanchones que los habían transportado hasta allí regresaron y ellos quedaron aguardando las caballadas. Sin ellas no podían cabalgar ni convertirse, cada uno de ellos, en cabezas de pueblos, en armas que sincronizarían sus ataques contra las fuerzas de ocupación.
Atanasio Sierra, recordando aquel momento, relata: "A nuestra espalda el monte, al frente el caudaloso Uruguay, sobre cuyas aguas batían los remos de las tres lanchas que se alejaban; en la playa yacían recados, frenos, armas de diferentes formas y tamaños; aquí dos o tres tercerolas; allá un sable aquí una espada, más allá un par de pistolas; ponchos, por un lado, sombreros por el otro, todo mezclado aún como se había desembarcado. Este desorden, agregado a nuestros trajes completamente sucios, rotos en varias partes y que naturalmente no guardaban la uniformidad militar, nos daba el aspecto de verdaderos bandidos".
La espera se hizo interminable. "Continuamente salíamos a la orilla del monte y aplicábamos el oído a la tierra por ver si sentíamos el trote de los caballos que esperábamos. Lavalleja se paseaba tranquilamente al lado de un grupo de sarandíes, confiado en el vaqueano Cheveste, encargado de traerlos. Cuando finalmente llegaron, muchos se abrazaban al pescuezo de los animales. Les daban besos como si fuesen sus queridas", recuerda Sierra.
La que luego se llamaría "Cruzada Libertadora" inició entonces su marcha, abriéndose en abanico sobre el territorio oriental. Iban presididos por una bandera con los colores artiguistas. La arenga que les dirigió Lavalleja, llamándolos argentinos-orientales, era "mostremos al mundo entero que merecemos ser libres".
Efectivamente, el desarrollo de los acontecimientos posteriores confirmó la intuición inglesa y derivó en el reconocimiento a una independencia que nació, discutida y pactada, vigilada por cinco años, pero llamada para quedarse.
Cuando en 1878 el pintor Juan Manuel Blanes quiso sintetizar en la tela la significación de aquel levantamiento de 1825, eligió el desembarco en la Agraciada y el instante en que Lavalleja arranca de sus seguidores el juramento de libertad o muerte. Reconstruyó minuciosamente el rostro de cada uno, se hizo llevar a su estudio arena del lugar y estudió morosamente los efectos de la luz sobre la blanca superficie salpicada de huellas. Congeló un instante para dotar al Uruguay con una imagen de sus orígenes.
Fuente: Ana Ribeiro - subsecretaria del Ministerio de Educación y Cultura